
El viaje de la ayahuasca
Lo sabe poca gente, pero el 5 de mayo de 1953 el escritor William Burroughs escribió una carta desde Lima a su querido Allen Ginsberg, que estaba en Nueva York, tal vez de subidón por las anfetaminas o de bajón por la heroína, explicándole que se disponía a prepararlo todo para hacer una incursión por la selva peruana en busca del yagué.
Yagué, ayahuasca, hananeroca, “enredadera del río celestial” o “liana de las almas” son algunos de los nombres que recibe la planta maestra con la que se cocina una bebida visionaria y sacramental que los indígenas de la selva del Amazonas —desde Colombia a Perú y desde Ecuador a Brasil— han empleado desde tiempos inmemoriales como rito de iniciación guiados por chamanes.
Las cartas de la ayahuasca (1963), recoge la relación epistolar que mantuvieron los dos tótems de la generación Beat: Allen Ginsberg y William Burroughs
Este famoso brebaje cocinado generalmente con ayahuasca y chacruna fue elevado a mito pop a partir de la publicación del libro Las cartas de la ayahuasca (1963), en el que se recogía la relación epistolar que mantuvieron los dos tótems de la generación Beat: Allen Ginsberg y William Burroughs. Curiosamente conocí esta historia en Lima, en una exposición que había en la Casa de la Literatura Peruana. Inmediatamente, decidí dejar la ciudad y aventurarme hacia la selva.

El Henry 9 salió del barrizal al que llamaban puerto y emprendió un lento ritmo de navegación por el río Ucayali.
Llegué a Iquitos tras una larga sucesión de transbordadores que remontaban desde Pucallpa hacia la selva amazónica. William Burroughs también estuvo antes en Pucallpa, buscando su primera experiencia con la ayahuasca, aunque no le fue del todo bien. Quién sabe si siguió el mismo camino que yo emprendía. El Henry 9 salió del barrizal al que llamaban puerto y emprendió un lento ritmo de navegación por el río Ucayali. Aquel transbordador fue mi casa durante varios días: el paisaje desde la hamaca en la que dormía se antojaba monótono con el paso de las horas, todos los olores se me pegaron en la piel y no dejaba de leer las cartas que aquellos dos locos se habían escrito mientras buscaban el gran colocón que les permitiría abrir las puertas de la mente, trastocar la prosa, escribir, y vivir, como nadie lo había hecho antes.
Lima, Avenida José Leal 930 Lince
William Burroughs llegó al Perú en mayo de 1953. Se trataba de su segunda viaje en busca de la ayahuasca, tenía treinta y nueve años, había matado a su esposa Joan Vollmer en una accidentada tarde de drogas y revólveres en Ciudad de México en la que al escritor le dio por jugar a ser Guillermo Tell y estaba a punto de publicar su primer libro, ‘Yonqui’ un tortazo a la sociedad norteamericana más mojigata. Era el 5 de mayo y le contaba a Allen Ginsberg que Lima era tan parecido a México que le ponía nostálgico. En cambio, Ecuador no le había gustado nada.
Salí al patio de La Casa de la Literatura Peruana, en la que fue la antigua estación de Los Desesperados. Ya no hay tren en Lima, como tampoco lo hay en el resto de Sudamérica, salvo alguno testimonial y turístico. El cielo estaba gris, plano, sin volumen, como suele ocurrir en Lima la mayor parte del año, diríase que sin esperanzas; aún así, pensé que aquel era un cielo de poetas y por eso merecía una oportunidad. William Burroughs, Allen Ginsberg y el peruano Martín Adán pasaron por la ciudad en diferentes épocas. Estuvieron bajo este mismo cielo, y brindé por ellos en el Bar Cordano, en los bajos del Hotel Comercio, donde se alojó Allen Ginsberg a su paso por el país. Tal vez las mesas de madera ya no fueran las mismas, tampoco el público; aún así, levanté mi copa de pisco a la salud del inclasificable Martín Adán, el ‘viejo poeta en Perú’ al que el americano dedicó unos versos: Porque equivocadamente pensé que estabas / melancólico / Saludando tus pies de 60 años de edad / que huelen a muerte / de arañas sobre el pavimento.

Hotel Colón, Panamá, 15 de enero de 1953
El viaje que William Burroughs narra en las diferentes cartas que envió a Allen Ginsberg comenzó en Panamá, en enero de 1953. Desde allí, fue saltando de un lugar a otro, pasando por Bogotá, por Pasto, Quito y Guayaquil. No le interesaba hacer turismo, le empujaba un deseo frenético de irse de los lugares nada más llegar y no valoraba nada mucho más allá de lo que no fueran drogas y escritura: “El mismo Panamá de siempre. Putas, putos y rufianes”. Así lo describió, quejándose, además, de que la cocaína que compró estaba tan adulterada que “casi me ahogué -explica a su amigo- tratando de aspirar lo bastante de esa porquería como para levantarme”.
William Burroughs, Allen Ginsberg y el peruano Martín Adán pasaron por la ciudad en diferentes épocas. Estuvieron bajo este mismo cielo, y brindé por ellos en el Bar Cordano, en los bajos del Hotel Comercio.
Que nadie busque una guía de viajes en Las cartas del yagué porque está llena de ese tipo de lindezas. En su estancia no hay visitas al centro histórico de Panamá city, actual Patrimonio de la Humanidad. Mucho menos del Panamá Viejo, desde el que vi como si fuera una especie de collage histórico el sorprendente perfil de los nuevos edificios de la ciudad a través de las ventanas de la torre de la antigua catedral.
William Burroughs dejó Panamá para ir a Colombia antes de Perú. A través de sus contactos de Bogotá, conoció al doctor Schindler, que le orientó acerca de todo lo necesario para su incursión a la selva, en su búsqueda de la ayahuasca. Siete años después, le seguiría el propio Allen Ginsberg, también deseoso de que la experiencia abriera su mente y liberara su prosa.

Iquitos, Mercado de Belém, en algún momento de 2016
Deambulé por el mercado de Belém. La mayoría de las ocasiones, deambular es la única forma de orientarse en los lugares desconocidos. El mercado es un auténtico caos de ruidos, olores a selva, colores y sinsabores. Había gallinazos negros como el carbón que sobrevolaban la escena como un mal augurio. Encontré niños durmiendo encima de los mostradores roñoso, peces del Amazonas con formas jurásicas cuyos nombres desconocía, chicos que alquilaban básculas a cincuenta céntimos y, por supuesto, polvo de ayahuasca.
Sonreí… Ni William Burroughs ni Allen Ginsberg lo tuvieron nunca tan fácil. Iquitos se ha convertido en la capital del yagué. Hasta aquí llegan mochileros de todo el mundo, antropólogos y teóricos de las drogas que quieren imitar a los dos poetas de la generación Beat. En los hostales hay carteles que anuncian tours a la selva para conocer el brebaje. El precio está pactado de antemano y el viaje será el que cada cual tenga. Cualquiera podría decir que los dos poetas abrieron camino a los viajes psicodélicos con chamán a sueldo cuando lo que buscaban era la libertad.
Jose Alejandro Adamuz